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Soy tan culpable como inocente.

  • ¿Se han preguntado alguna vez quiénes somos las mujeres que llenamos las prisiones? Ojalá estas palabras vinieran de un mundo ficticio, y no un cuento nacido de la realidad de muchas mujeres privadas de libertad.

 

El día que nací me dio fiebre y, desde ese momento a la fecha, mi temperatura corporal no volvió a bajar de 40 grados, me pregunto si vivir enferma es otra forma de ya no estarlo; pero lo que importa es que ello me distinguió toda mi infancia de cualquier otra persona. De dónde vengo es difícil encontrar diferencias, tenemos gestos similares, deseos parecidos y penas iguales, así que vivir con 40 grados era lo más cercano a una habilidad.

La segunda cosa que me distingue es que vivo en la cárcel, “Centro de Reinserción Femenil” para los enemigos o desconocidos. Y la historia volvió a repetirse, ser diferente no es fácil, empezando porque todas debemos usar el color azul, azul marino como el fondo del mar, como si fuéramos el mismo delito, cuando en realidad hay abismos enteros entre las historias de cada una de nosotras.

Para no hacer muy larga esta carta, no daré explicaciones del porqué estoy aquí ni mucho menos si soy inocente o culpable, eso no importa cuando te dan 11 años de sentencia inapelable, además, tarde o temprano acabas por saber que la verdad a veces sólo cabe en lugares tan diminutos como la cabeza de uno mismo. Pero sí voy a contar lo que entendí estando aquí, sería absurdo que alguien no descubriera algo nuevo con tanto tiempo de sobra para pensarse; sé porqué no he muerto con esta fiebre que me habita, lo supe porque en este sitio mentir es un consuelo, y en una de esas tantas mentiras que soltamos con la naturalidad de respirar, la realidad se escapó y se adelantó antes de mencionar que no todo está tan mal o que podría ser peor. Se asomó como lo que soy: espectadora, protagonista y antagonista del infierno. La que aprendió a hablar de 10 historias horribles en una sentada sin llorar, la que perdió la cuenta de todas las veces en que fue violada, soy una más de las que conocieron a Dios en el pasillo en una de nuestras tantas noches con insomnio; él tampoco está por voluntad, lo han clavado de sus brazos justo entre el consuelo y la culpa de cada una de nosotras. Aún así prefiero encontrármelo en el pasillo que ir a misa, antes iba y no estaba mal, pero es tan delgada la línea entre el cariño y la lastima que rodea a ese espacio, que me revienta las entrañas solo de pensarlo.

Igual tarde o temprano todas acabamos en las manos de Dios, lo terminas buscando para poder quitarte el sabor a semen de las pesadillas, para sosegar la ansiosa sed de venganza, por si te tocó un completo imbécil como abogado, si eres analfabeta y firmaste tu sentencia, si andas sumando puntos de buena conducta, si tienes insomnio, o sientes culpa de haberte enamorado de otra mujer, si ronda en ti la valiente-cobarde idea de morir o simplemente quieres orar para proteger a tu familia a distancia, que por cierto, no ha venido a verte porque ser mujer nos hace más culpables que a los hombres, pues ante todo eso, la mejor opción es ponerse a rezar.

De lo contrario, si por alguna razón no se siente nada de esto o peor aún, si se es inocente, hay otras maneras de sosegar el dolor, puedes amanecer antes que el sol y darle unas 10 vueltas al patio antes de que los custodios terminen su desayuno y depositen su mediocre vida en vigilarte, antes de que las miradas y los insultos no encuentren sitio donde posarse más que en alguien que haga algo que no sea observar, antes de que entre el incompetente personal luciendo por el pasillo su mejor ropa de mala calidad. En fin, tomarse el efímero placer de sentir que no se está aquí, aferrarse al aire frio para comprar la idea de que es un día menos, aunque todas sepamos que es un día más, un día igual al de ayer, al viernes 18, al mes pasado, a octubre del año antepasado y que será hasta el último día que salgas.

Y a pesar de la insoportable y demente idea de estar varadas en el tiempo y el espacio, no es fácil que alguien acepte que preferiría estar muerta, existe una callada espera de que tarde o temprano vas a volver. No voy a entrar en detalles de explicar a qué me refiero con todo esto, porque si esto es leído por alguien que no somos nosotras, y me refiero a los que lastimaríamos por una de las tantas “razones enfermas” que tenemos para hacerlo, o a los que no les haríamos absolutamente nada porque no hicimos NADA. A ellos, a ustedes que no son nosotras, no merecen saciar su morbo sobre lo que nos sucede aquí dentro.

¿Se han preguntado alguna vez quiénes somos las mujeres que llenamos las prisiones? Pues les diré lo que soy, y como no soy muy distinta a otras supongo les estoy contando algo más extenso que solo a mí. Soy alguien que entendió que no es suficiente arder en el fondo del mar para ser distinta, se necesita arder cuando se salga, en ese lugar que nos olvidó al nacer y que nosotras olvidamos al entrar.

Soy más que sólo mala, soy tan culpable como inocente, soy la pobreza en femenino. Soy poquito. Tan poquito que ya no sé cómo describirme sin decir algo que no seamos todas aquí dentro, las que descubrimos que “la cárcel no es la prisión, sino la realidad” así dijo Lili, quien se colgó hace 9 días; la encontramos en ese breve espacio en el que aún podía salvarse, pero no iba a quitarle la decisión de decidir sobre lo único que le pertenecía: sus latidos y una grulla mal hecha de papel amarillo.

Así que ahí estaba de nuevo yo, teniendo un ataque de ira, golpeando a la custodia que hizo un intento, como si le importáramos, de sostener las piernas de Lili, cuatro golpes más y podría haberle destrozado la cara. Y no. No es que mis 40 grados signifiquen violencia innata, no, es que estoy agotada, desbordada, hastiada, frenética, lacerada, y esta tormenta no toca tierra, no me acostumbro, no sé cómo, qué huevos para llamarle “reinserción” a esta jaula, una vez que sales, es cuestión de un par de horas para morir ahogada, pero de eso nadie habla, de esa segunda oportunidad que ya viene podrida.

Me carcome la vida entera cada martes de visita en el que no soy nombrada, cada noche sin sueño, cada que hay arroz con leche y no sabe como el de mi mamá, cuando imagino a Luka aullando y rascando la puerta de la casa esperando a que vuelva. ¡Carajo! duele, duele tanto y no sé cómo detenerlo. Y aun así, no me arrepiento de lo que hice, si tuviera cien vidas, lo haría una y otra vez, pero si lamento haber perdido tanto y lamento mi poca habilidad para resistir aquí dentro. Por eso cuando golpeo, cuando se la fuerza suficiente para romper los huesos, cuando siento la sangre en mis nudillos, cuando tengo en mis manos el poder de decidir sobre la vida de otro, cuando el cuerpo que tengo frente a mí ya no se defiende, entonces siento justicia, me siento viva, y me imagino que después de todo eso me abrirán paso y saldré de ahí triunfante, como salí todas esas veces en que me jugué la vida con el cuerpo.

Pero no, aquí estoy, siendo “castigada”. Una semana sin patio, sin sol, sin noticias de nadie, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no enfermarme en esta maldita coladera. Pinche Lili, esa cuerda era para hacernos un columpio ¿En qué momento cambiaste el plan? ¿En qué momento te perdí, Lili? No me dejes aquí, anda, vuelve.

Ojalá estas palabras vinieran de un mundo ficticio, y no un cuento nacido de la realidad de muchas mujeres privadas de libertad.

Karen Hernández, Colaboradora del área de educación de Asistencia Legal Por Los Derechos Humanos

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