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Hemos sido criados para apuntar con el dedo a los “perdedores. A esos que no tuvieron la voluntad de intentar, pero también a los que intentaron y fallaron, a los que se rindieron en el proceso y hasta a quienes ni siquiera sabían que lo podían intentar. Sé la mejor, sé el mejor, gana premios, pero no cualquier premio, gana el primer lugar, ¿no ganaste?, no te lo merecías, ¿no lo intentaste?, perdedor, ¿no aspiras a más?, tu mentalidad no te va a llevar a ningún lado, ¿cómo que no sabías que lo podías intentar?

Hemos sido criados también en la afamada “democracia”. Pensamos que la entendemos, que participamos de ella, que la construímos y que la conformamos en sociedad. La verdad es incómoda, y la verdad es que la democracia es nuestra ilusión más utópica, hasta el punto de pasar por alto todos los días, a todas horas, nuestra convivencia con niveles extremos de desigualdad. ¿Cómo validar estos privilegios?, ¿cómo argumentar que yo sí lo merezco?, el sociólogo inglés Michael Young, precisamente, realizó una fórmula para ilustrar cómo la clase dominante valida la desigualdad y justifica su posición: «coeficiente intelectual + esfuerzo = mérito»1

El mérito usualmente se relaciona con el talento, y sí, tiene todo que ver, pero ¿por qué eres talentoso o talentosa? Si bien algunos dones vienen con el nacimiento, otros son un regalo del contexto. En otras palabras, puedo sentirme profundamente orgullosa por haber obtenido una beca, valorando mi esfuerzo y mi trabajo, sin dejar de reconocer que yo no fui la persona que más se esforzó y que más lo “merecía”. ¿Por qué?, porque yo no tengo problemas cognitivos, porque no tengo discapacidades, porque no pertenezco a una comunidad indígena, porque mi situación socio-económica, mi color de piel y hasta mi nacionalidad me ponen en ventaja.

El mérito es una ilusión, una creación de un sistema voraz que enaltece el individualismo, nubla la empatía y ciega la razón.

Hay una línea finamente esbozada entre la autorealización y la meritocracia, una línea casi imperceptible. De hecho, cuesta tanto trabajo identificarla que las confundimos, pensamos que si reconocemos una se cancela la otra. Mientras la autorealización describe el logro de los objetivos, aspiraciones, y el sentimiento que esto nos brinda, la meritocracia nos lleva a pensar que quien obtiene el mayor beneficio es quien más se esfuerza, quien más lo vale y quien más lo merece.

Es vital entender que reconocer nuestros privilegios no cancela nuestro esfuerzo, pero sí visibiliza los sesgos y las imparcialidades estructurales y cognitivas que nos dan ventajas en la sociedad.

La meritocracia no elimina ni reduce la desigualdad, solo redistribuye la posibilidad de integrarse a un grupo con más ventajas, y esto, a su vez, perpetua la cadena. Una sociedad que condena a muchos echándole la culpa a la suerte y únicamente premiando el resultado sin buscar igualdad de oportunidades en el proceso, no está haciendo nada por cambiar esta situación; la está reforzando. Es una necesidad imperante desprendernos de la idea de que identificar nuestras ventajas anula nuestro esfuerzo, por el contrario, en el ejercicio de reconocer nuestros privilegios se encuentra la clave para la constitución de una sociedad verdaderamente justa y democrática, no solamente para ti o para mí, para todos y todas.

No se trata de renunciar a todo lo que se tiene, se trata de no utilizar las ventajas de forma egoísta, se trata de no olvidar que son producto de una desigualdad estructural que merma las oportunidades de vida de otras personas y hacer algo al respecto. Suena radical porque lo es, y aunque el proceso de reconocimiento no sea fácil, sé que algún día nos dejará de dar temor decir: ¿y si pierdo el mérito, qué?

[1] El triunfo de la meritocracia, 1870-2033: ensayo sobre la educación e igualdad (Young, 1958).

Jaqueline García Cordero, es estudiante de la carrera de Comunicación en la FES Acatlán UNAM. Actualmente realiza su servicio social en el área de comunicación de ASILEGAL. 

jaqueline@asilegal.org.mx

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