Cuando me asumí públicamente como homosexual tuve mucho miedo de ser excluido y, por supuesto, violentado. Tenía 15 años de edad; recuerdo que le fui comentando a mi círculo más cercano sobre mis sentimientos, emociones y el deseo sexual hacia otros hombres. A las personas que decidí contarles eran amigas y amigos heterosexuales, pero este miedo que sentía no era gratuito, sutilmente me hacían saber que no sería tolerado alguien que no se asumía como heterosexual. Los chistes y comentarios homofóbicos eran una moneda de cambio con la que tuve que tratar durante años: “guácala”, “no me imagino que dos hombres se besen”, “preferiría un hijo ratero que maricón”, “yo no tengo problema siempre y cuando no te vistas como mujer o no seas amanerado”.
Admito que incluso con todo esto, mi círculo social fue tolerante. Sí, tolerante, porque en el fondo, creo que simplemente no lograban entender por qué era así. En realidad, como homosexual, siempre tuve que explicar mi manera de ser, siempre fuera de lugar, siempre justificando algo sobre lo que no tenía control, constantemente con miedo de cómo tomarían mi homosexualidad -condicionantes que, además, aún no se van del todo en mi vida-. Todos estos condicionamientos tienen su base en el miedo que consciente o inconscientemente me llevaron a heteronormarme: solo así lograría tener ventajas sociales, un mejor trabajo, mejores relaciones de poder o simplemente respeto, pues logré identificar el código de comunicación requerido para tener éxito en un mundo hecho para hombres y para el machismo, que inherentemente ejerce violencia si se siente amenazado por lo que socialmente represente a lo femenino.
Hoy puedo asumirme como un hombre homosexual en todos los espacios sociales, gracias a la enorme valentía de todas esas personas que se niegan a normarse, que se atreven a ser diferentes a lo establecido, que toman el riesgo de ser agredidas de perder privilegios o, incluso, de perder la vida. Hay personas que a través de la academia han cambiado prejuicios infundados, algunas a través de la interacción económica, pero muchas otras solamente con el recurso único de su cuerpo, protestan todos los días con vestimentas estridentes y movimientos exagerados que resultan un golpe a las pupilas de la inconsciencia, de la intolerancia; a esa lesbofobia, transfobia y homofobia que deben de ser erradicadas.
Es por esto que cuando se dice que la marcha de la diversidad pierde sentido al no ser una protesta de consignas estructuradas y de exigibilidad de algún derecho, sino un carnaval, debemos gritar con rabia y euforia: ¡Sí! ¡Esta la protesta sólo podría ser un carnaval! Pues para muchos este día significa una liberación que anteriormente no podíamos expresar, un día en el que, finalmente, podemos ser lo que queremos ser, podemos identificarnos con nuestros iguales y agradecer y celebrar a quienes han perdido su vida para que hoy podamos atrevernos a ser, poder ejercer nuestros derechos.
La protesta es el carnaval incómodo, radical e indómito tan contundente como la violencia que sufrimos, se vuelve el lugar seguro donde todas somo valientes y vemos a la cara a los espectadores de nuestra fiesta, marchando con dignidad en las calles que ya tomamos y que no renunciaremos.
Autor: Luis Ignacio Díaz, coordinador administrativo de ASILEGAL
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