Blanca recuperó su libertad el 21 de enero de 2020. Después de 13 años en prisión, ella buscará crear su proyecto de vida fuera del sistema que la señaló como culpable de un delito del que fue víctima: ser mujer, joven e indígena. Una historia en la que no es suficiente cometer un error o, en cualquier caso, ser inocente, ya que el ojo punitivo de las autoridades, del Estado, es resistente a comprender las características que componen la violencia contra las mujeres.
ASILEGAL retomó el caso de Blanca a mediados de septiembre de 2019 a través de una serie de asesorías con la población privada de libertad en un CERESO de Baja California. Sin embargo, no fue ella quien se acercó a contarnos el caso, sino que en una expresión de sororidad y comprensión por la violencia de la que fue víctima, ella fue referida por otras mujeres privadas de libertad. Se concretó la cita, y Blanca comentó que era de una comunidad indígena de Michoacán y estaba cumpliendo su pena por el delito de homicidio en razón de parentesco, confesando su temor de buscarnos pues aún estaba aprendiendo español.
Un proceso que a todas luces no tuvo perspectiva de género y plagado por prejuicios íntimamente misóginos determinaron la culpa de Blanca. Días antes de la detención, su hija de casi dos años de edad había sido hospitalizada por una serie de golpes que había recibido en diversas partes del cuerpo. Era una situación de mucha gravedad, pero debido a que Blanca vive con secuelas de poliomielitis que limitan su motricidad, no pudo acompañar a su esposo, padre de la hija, al hospital. Dentro del hospital, él declara a los doctores que la niña se había caído pues comenzaba a caminar. Los médicos no tardaron en darse cuenta de que esto no podría ser verdad: por la cantidad y gravedad de las diversas lesiones en el cuerpo era evidente la violencia física a la que fue sometida.
Blanca es llamada a testificar en marzo de 2007, “me dijeron que fuera a declarar, que nada más iba a tomar un ratito, pero no: nunca me soltaron hasta ahorita, que ustedes hicieron algo por mí”, afirma Blanca horas después de salir. La carpeta de investigación, ya abierta por el Ministerio Público, parece señalarla desde el inicio como la responsable de los golpes de la bebé. Ella al ser de origen indígena es incapaz de comprender el proceso que comienza en su contra y, sin un intérprete que le permitiera defenderse apropiadamente, termina por declarar su culpabilidad coaccionada por su esposo. Declara que accidentalmente se había caído de sus brazos, razón por la que la bebé mostraba traumas en la cabeza.
A los pocos días, la bebé fallece y se dicta una sentencia sobre Blanca: 21 años con 3 meses privada de libertad y pagar al ofendido, su esposo, una «reparación del daño» por $39,950.30 pesos. Con esto, se cumple un ciclo de violencia de género al que Blanca fue sometida por el mero hecho de ser mujer, indígena y con pocas posibilidades económicas. Desde el ámbito doméstico, hasta el institucional, todas las piezas se jugaron en su contra para que formara parte de la estadística de mujeres privadas de libertad por una falta sistémica de atender los conflictos penales con perspectiva de género.
Perspectiva de género para comprender que el caso de los golpes de la bebé no era aislado; para visualizar que Blanca fue sustraída, por medio del matrimonio, de los círculos de apoyo que la rodeaban; para leer con la suficiente atención la declaración de su esposo que relataba -sin pena alguna- que Blanca ni siquiera podía salir de su casa sin permiso a coste de una reprimenda; para atender el funcionamiento de relaciones asimétricas de poder en las que vivía.
Comienza a cumplir su pena en el CERESO a cuatro horas de la comunidad donde ella vivía con su esposo y en menos de un año decide cancelar sus visitas y llamadas. Él declaró que no habría podido visitarla la última vez porque “estaba lloviendo”. La ampliación de la declaración de Blanca, hecha un año después, en cambio, señala que, por el hartazgo ante las amenazas, abusos y ataques, decide cortar comunicación de manera definitiva. En dichas conversaciones, afirmó Blanca, los constantes abusos verbales y amenazas por mantener la fachada de su culpabilidad eran la única moneda de intercambio entre ella y su esposo. Con valentía, por lo tanto, decide establecer con claridad que las relaciones asimétricas de poder y la violencia doméstica de la que fue víctima habían terminado con la vida de su hija; decide contar la verdad.
La ampliación de la declaración de Blanca narra con detalle el abuso que sufría, los intentos que hacía por defender a su hija y la violencia con la que era recibida. Incluso, siendo apoyada por declaraciones de un amigo de ambos que señalaba la falta de cariño y empatía que demostraba el padre de la niña. Sin embargo, si bien dos declaraciones parecieron suficientes para sentenciarla a 21 años privada de libertad, otras dos declaraciones para contrastar y remediar los testimonios coaccionados por el cónyuge, no fueron suficientes para atender con seriedad la situación.
Blanca es víctima de violencia doméstica e institucional y su hija, también lo fue. Desde una serie de faltas al debido proceso, y la flagrante ineptitud de las autoridades por investigar un caso que a todas luces señalaba violencia de género, hasta la indudable realidad de que lejos de encontrar una defensa ante su situación, Blanca encontró inquisidores, listos para condenar. “Yo le pedía que no tomara”, cuenta Blanca por teléfono horas después de salir del CERESO, “y a veces me hacía caso, pero luego no. Todo cambió cuando nació la bebé, ahí fue cuando él se empezó a poner más y más agresivo”.
Con pocos círculos de apoyo, la posible recuperación de Blanca ante la violencia de la que ha sido víctima es complicada, pues las limitantes que supone el haber obtenido una liberación condicionada, es decir, no poder salir de su entidad, no contar con documentos de identidad, entre otros, se suman a la escalada de vulnerabilidad social que ya cargaba por el hecho de ser mujer indígena con discapacidad motriz. Sin embargo, su resiliencia es indómita: “Tengo ganas de ir a ver a mi papá, cuidarlo, arreglar otros asuntos y, tal vez, volver a embarazarme, pero no creo que con él”, dice. La impartición de justicia diferenciada a razón de estereotipos de género, posibilidades económicas y ser una persona de origen indígena ha creado, como en el caso de Blanca, un reflejo de la descomposición del tejido social mexicano. Blanca agradece su salida del CERESO, diez años después, sin persecución del culpable, pero la arcana posibilidad de que su caso se esté replicando en este momento, con las mismas características y terribles injusticias, deja poco espacio para la esperanza. Su historia no funde como un recordatorio, ni como una representación de hacer consciencia, sino como un espejo que nos está señalando y pregunta con impaciencia: ¿cuándo lo detendremos?
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Por Sergio Pérez Gavilán, periodista de investigación de ASILEGAL.
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