#AsiLegalEscribe
- Las consecuencias de perder la libertad no sólo son laborales, físicas o mentales, sino también generan profundas alienaciones sociales, incluso después de recuperarla.
Laura Astrid Fonseca
Maestra en Economía Urbana y Regional en la UNAM
Coordinadora del área de investigación de AsiLEGAL
En los últimos 20 años, entre los organismos internacionales, se habla de pobreza y desigualdad como parte de los problemas más acuciantes de nuestra sociedad, en cualquiera de los cuales, nuestro país se ha caracterizado por ocupar los primeros lugares. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), México se encuentra entre los cuatro países (junto con Brasil, Colombia y Panamá) más desiguales de la región, ya que “el 1% de los adultos más ricos concentran el 36% de la riqueza total”, lo que significa que existe una mala (por no decir pésima) distribución de la riqueza. En tanto, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 52.4 millones de personas se encuentran en situación de pobreza y 9.3 en pobreza extrema.
Estos datos no son menores, sobre todo si se habla de que son el resultado de sistemáticos procesos de exclusión establecidos por el Estado, el mercado y la propia sociedad.
Estos datos no son menores, sobre todo si se habla de que son el resultado de sistemáticos procesos de exclusión establecidos por el Estado, el mercado y la propia sociedad. Mismos que han llevado a un gran sector de la población a una dinámica de acumulación de desventajas, colocándola e incrementando sus niveles de vulnerabilidad, así como imposibilitando su participación de facto en los procesos económicos, sociales, políticos, culturales e institucionales.
En este sentido, es posible hablar de uno de los sectores que se configuran no sólo como la expresión más palpable de exclusión social, sino la más extrema: las personas privadas de libertad. En primera instancia porque dentro del imaginario colectivo se les piensa como ciudadanos de segunda, con quienes no deberían tenerse consideraciones (por decir lo menos). De esta manera, la violación a sus derechos humanos, así como los actos de tortura perpetrados al interior de los centros forman parte del quehacer cotidiano del sistema penitenciario en México. Basta mencionar que de enero a octubre de 2019, se reportaron 4,702 quejas ante organismos protectores de derechos humanos en materia penitenciaria.
En su mayoría las personas privadas de libertad provienen de contextos completamente adversos para su desarrollo.
Por otro lado, se soslaya el hecho de que en su mayoría las personas privadas de libertad provienen de contextos completamente adversos para su desarrollo. La Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad 2016 (ENPOL) refiere que 7 de cada 10 apenas contaban con educación básica, donde el 65% truncó su educación porque “tuvo que trabajar” o porque “no tenía dinero”; que 32.8% tenía entre 18 y 29 años, correspondiente a uno los sectores de la población más vulnerados y criminalizados, los jóvenes; que nueve de cada diez laboraban en empleos de baja cualificación, limitando con ello sus ingresos; que 41% del total de los delitos se encontraban relacionados con el patrimonio; y que 7 de cada 10 tenía dependientes económicos.
La deficiente separación entre personas procesadas y sentenciadas; insuficiencia o inexistencia de actividades laborales y de capacitación, así como actividades educativas; deficiencias en los servicios de salud y alimentación; deficientes condiciones materiales e higiene de las instalaciones para alojar a las personas privadas de libertad; y deficiencia en la atención a mujeres y/o personas menores de edad que vivan con ellas.
Lo anterior, deja ver que hablamos de una población que en gran parte procede de situaciones con rezago educativo, pobreza y marginación, para posteriormente ingresar a un sistema de justicia que lejos de saldar su deuda como Estado al no haber proporcionado en libertad un piso mínimo para el desarrollo de las personas, reproduce y ´profundiza los esquemas de exclusión. Esta realidad puede constatarse al revisar el Diagnóstico Nacional del Sistema Penitenciario 2019 (DNSP), publicado el pasado 7 de noviembre por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el cual en términos generales valoró las condiciones de internamiento en 6.75 a nivel nacional, donde incluso entidades como Veracruz (5.94), Guerrero (5.92) y Tamaulipas (5.42) obtuvieron una calificación por debajo de seis. Estas bajas calificaciones se explican, entre otros aspectos, por la deficiente separación entre personas procesadas y sentenciadas; insuficiencia o inexistencia de actividades laborales y de capacitación, así como actividades educativas; deficiencias en los servicios de salud y alimentación; deficientes condiciones materiales e higiene de las instalaciones para alojar a las personas privadas de libertad; y deficiencia en la atención a mujeres y/o personas menores de edad que vivan con ellas.
Las mujeres enfrentan de manera particular otra serie de acciones discriminatorias que incrementan su grado de marginación, como el hecho de que son abandonadas por parte de sus familias o no cuentan con espacios adecuados que garanticen una estancia digna.
Por si no fuera poco, las mujeres enfrentan de manera particular otra serie de acciones discriminatorias que incrementan su grado de marginación, como el hecho de que son abandonadas por parte de sus familias o no cuentan con espacios adecuados que garanticen una estancia digna. Lo mismo en el caso de las personas pertenecientes a comunidades indígenas y la comunidad LGBTTTI, quienes en el primer caso se les niega su derecho a contar con un intérprete y/o traductor durante el procedimiento penal, así como con un defensor que hable su lengua; y en el segundo, la CNDH reporta que son las autoridades penitenciarias, seguidos de los cuerpos de seguridad, los principales responsables de la violación a sus derechos humanos; sólo por mencionar algunos de los hechos a los que son sometidos estos grupos dentro del sistema penitenciario.
Así, los centros penitenciarios, lejos de reconfigurarse como espacios que garanticen una vida digna y/o promuevan el óptimo desarrollo de las personas a través del diseño e implementación de programas de reinserción social que garanticen su regreso a la sociedad, conforme lo establece la Ley Nacional de Ejecución Penal, se presentan como dispositivos de exclusión al constituirse como espacios propicios para la violación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad.
Finalmente, en la etapa de egreso, las personas son arrojadas a un entorno totalmente desfavorable para su reinserción social: en primer lugar, porque traen consigo un cúmulo de desventajas previas a su reclusión; posteriormente, una vez dentro de los centros, éstas se reproducen y recrudecen; y ahora, además, cargan con el estigma de que fueron personas privadas de libertad, condenándolas de manera indefinida a vivir procesos de exclusión social perpetrados no sólo por el Estado, sino por la propia sociedad, quien los preserva, promueve y reproduce.